Mandela no fue un pacifista
Ahora todos se rasgan las vestiduras, todos alaban la memoria de Nelson Mandela, y hasta se inventan un Mandela a la carta. Un Mandela que coincida con sus estructuras mentales, pero no con la realidad. Que fue un pacifista, que fue un pan de Dios, más bueno que el quaker.
Es cierto que Mandela tiene una dimensión moral, ética y política gigantesca, debido principalmente a su coherencia y también a su habilidad política. Pero no es cierta la figura idílica del Mandela que están vendiendo en casi todos los medios de comunicación.
Un tipo no puede hacer los cambios que hizo si le cae bien a todo el mundo, si se lleva bien con todos y si no cosecha enemigos en su camino. Y Mandela hizo cambios profundos. Lo que más fue Mandela es un revolucionario. Y también fue un gran líder con mucho timming político y mucha sabiduría para saber qué herramienta y qué estrategia usar en cada circunstancia.
Empezó su lucha dentro del Congreso Nacional Africano (CNA) en la vía de la desobediencia civil contra el régimen criminal del Apartheid, allá por 1952, cuando tenía unos 34 años. Había aprendido aquellos métodos no violentos del Mahatma Gandhi, quien en su juventud había empezado con su lucha por la liberación de la India en Durban, el puerto sudafricano sobre el Índico.
En 1955 ya era uno de los principales líderes del CNA cuando se hizo el recordado Congreso del Pueblo con aquel documento emblemático que fue La Carta de la Libertad. Las principales demandas que levantaba Mandela eran: igualdad de razas (por supuesto), salarios dignos, ocho horas diarias de trabajo, educación gratuita para todos los sudafricanos y… Reforma Agraria, porque la tierra debía ser quitada a los terratenientes y dada en propiedad a quienes la trabajaban. Mientras leía cada uno de estos puntos, los más de 50.000 delegados presentes gritaban “África”. Ponía la piel de gallina.
Un año después fue encarcelado por primera vez por el régimen de segregación racial de su país. Y en 1960 se produjo un primer quiebre en su vida política. El 21 de marzo de ese año, se produjo la Masacre de Sharpevielle, cuando la Policía de Pretoria abrió fuego indiscriminadamente contra una manifestación pacífica por los derechos civiles, asesinando a 69 personas, entre ellas hombres, mujeres, ancianos y niños.
Entonces Mandela se dio cuenta de que no se podía continuar una lucha pacífica contra un régimen criminal de esas dimensiones, y lanzó la lucha armada. Él mismo se constituyó en el líder de la Lanza de la Nación, tomando el ejemplo de los movimientos guerrilleros judíos en la Palestina ocupada por los británicos. Sobre todo tomó como ejemplos los de Denis Goldberg y Lionel Bernstein. Lanzó una campaña de atentados y sabotajes contra edificios gubernamentales, por los cuales cuando fue apresado en 1964, fue condenado a cadena perpetua.
Desde ese momento, pasó 27 años en prisión. De ese total, 17 años fueron en la cárcel de Robben Island, justo enfrente de las costas de Ciudad del Cabo, allí donde se unen los océanos Atlántico e Índico. Es un lugar muy frío en invierno y él dormía en el piso y sin abrigo. De allí le venía la afección pulmonar que lo llevó a la muerte, más allá de sus 95 años. Y en esa prisión hasta hoy se conservan los carteles que marcan la cantidad de pan o de azúcar diaria para un blanco y para un negro. A esos extremos llegaba el Apartheid.
En 1983 el CNA puso una bomba en el cuartel general de la Fuerza Aérea en Pretoria y mató a 19 personas. Mandela lamentó las muertes pero dijo que era “un objetivo legítimo”.
Dos años después, el gobierno sudafricano intentó chantajearlo y cambiarle la libertad por su renuncia a la lucha armada. Su respuesta fue parte de ese legado de coherencia que nos deja: “Un hombre privado de su libertad no puede negociar ni aceptar tratos. Sería vergonzoso aceptar esta oferta mientras mi pueblo sigue sufriendo tortura, asesinatos y discriminación”.
En esos años (los ’70 y principios de los ’80) el mayor triunfo político de Mandela fue aislar internacionalmente a Sudáfrica. Pero hubo cuatro principales países que siguieron sosteniendo el Apartheid de Sudáfrica: Israel, Brasil, Chile y Argentina. Una verdadera vergüenza que cargamos desde aquellos años de la dictadura cívico-militar.
En esos años también se produjo la Guerra de Angola, que más allá de ser una guerra civil, enfrentó a Cuba junto con el CNA y los independentistas de Namibia contra Sudáfrica y sus aliados del Zaire e Isreael.
Por eso, en el desgaste y final caída de la Sudáfrica del Apartheid, no hay que olvidar dar un crédito al pueblo cubano y a su líder Fidel Castro, gran amigo personal de Mandela.
Ya hacia fines de los ’80, por estas contingencias el régimen racista sudafricano no daba más. En 1990 fue liberado Mandela, luego de 27 años de reclusión. Y ahí si negoció con el presidente blanco Frederik De Klerk encaminar al país hacia una democracia pluriracial. En 1993 compartieron el Premio Nóbel de la Paz y en 1994 fueron elegidos como presidente y vice.
Allí se dio el segundo click en la vida política de Mandela, porque lejos de cualquier reacción de venganza, desde el poder se convirtió en un ingeniero de la reconstrucción en paz. Con muchísima cintura política logró pacificar el país y evitar una guerra civil que podría haber derivado en un genocidio, teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de la población es negra y guarda aún hoy en su memoria todas las ofensas y oprobios de los blancos.
Amnistía Internacional emitió un comunicado con motivo de su muerte diciendo que “Mandela cambió el mundo”, que destaca “su compromiso con los Derechos Humanos” y que “es preciso continuar con su lucha”. Una muestra más de la hipocresía del mundo, ya que Amnistía Internacional nunca se dignó a incluir a Mandela dentro de la lista de presos políticos o presos de conciencia. Es decir que esta ONG lo siguió considerando un terrorista, como Estados Unidos, que lo tuvo en la lista de terroristas internacionales hasta 2008. Si, hasta 2008.
Por todo esto, basta de hipocresías. Mandela no fue un pacifista. Mandela fue uno de los más grandes revolucionarios de la humanidad, que supo en qué momento usar métodos pacíficos y en qué momento agarrar las armas. Pero eso sí, cuando consiguió el poder, no lo usó para vengarse.
Y sobre todo fue un revolucionario social, un hombre de izquierda con una coherencia absoluta. A los políticos que twittean mensajes vacíos habría que preguntarles si comparten las reivindicaciones principales de Mandela que eran más igualdad social. No quiero ni imaginar si en Argentina hubiera un Mandela que propusiera expropiar tierras a los terratenientes para distribuirlas entre los campesinos. No quiero ni imaginar si en Córdoba hubiera un Mandela que denunciara el verdadero Apartheid en que estamos viviendo y que quedó de manifiesto esta semana.
Que la muerte de Mandela nos lleve a conocer la vida de Mandela, sus verdaderas luchas y que ellas nos ayuden a reflexionar sobre nuestra realidad.
Ahora todos se rasgan las vestiduras, todos alaban la memoria de Nelson Mandela, y hasta se inventan un Mandela a la carta. Un Mandela que coincida con sus estructuras mentales, pero no con la realidad. Que fue un pacifista, que fue un pan de Dios, más bueno que el quaker.
Es cierto que Mandela tiene una dimensión moral, ética y política gigantesca, debido principalmente a su coherencia y también a su habilidad política. Pero no es cierta la figura idílica del Mandela que están vendiendo en casi todos los medios de comunicación.
Un tipo no puede hacer los cambios que hizo si le cae bien a todo el mundo, si se lleva bien con todos y si no cosecha enemigos en su camino. Y Mandela hizo cambios profundos. Lo que más fue Mandela es un revolucionario. Y también fue un gran líder con mucho timming político y mucha sabiduría para saber qué herramienta y qué estrategia usar en cada circunstancia.
Empezó su lucha dentro del Congreso Nacional Africano (CNA) en la vía de la desobediencia civil contra el régimen criminal del Apartheid, allá por 1952, cuando tenía unos 34 años. Había aprendido aquellos métodos no violentos del Mahatma Gandhi, quien en su juventud había empezado con su lucha por la liberación de la India en Durban, el puerto sudafricano sobre el Índico.
En 1955 ya era uno de los principales líderes del CNA cuando se hizo el recordado Congreso del Pueblo con aquel documento emblemático que fue La Carta de la Libertad. Las principales demandas que levantaba Mandela eran: igualdad de razas (por supuesto), salarios dignos, ocho horas diarias de trabajo, educación gratuita para todos los sudafricanos y… Reforma Agraria, porque la tierra debía ser quitada a los terratenientes y dada en propiedad a quienes la trabajaban. Mientras leía cada uno de estos puntos, los más de 50.000 delegados presentes gritaban “África”. Ponía la piel de gallina.
Un año después fue encarcelado por primera vez por el régimen de segregación racial de su país. Y en 1960 se produjo un primer quiebre en su vida política. El 21 de marzo de ese año, se produjo la Masacre de Sharpevielle, cuando la Policía de Pretoria abrió fuego indiscriminadamente contra una manifestación pacífica por los derechos civiles, asesinando a 69 personas, entre ellas hombres, mujeres, ancianos y niños.
Entonces Mandela se dio cuenta de que no se podía continuar una lucha pacífica contra un régimen criminal de esas dimensiones, y lanzó la lucha armada. Él mismo se constituyó en el líder de la Lanza de la Nación, tomando el ejemplo de los movimientos guerrilleros judíos en la Palestina ocupada por los británicos. Sobre todo tomó como ejemplos los de Denis Goldberg y Lionel Bernstein. Lanzó una campaña de atentados y sabotajes contra edificios gubernamentales, por los cuales cuando fue apresado en 1964, fue condenado a cadena perpetua.
Desde ese momento, pasó 27 años en prisión. De ese total, 17 años fueron en la cárcel de Robben Island, justo enfrente de las costas de Ciudad del Cabo, allí donde se unen los océanos Atlántico e Índico. Es un lugar muy frío en invierno y él dormía en el piso y sin abrigo. De allí le venía la afección pulmonar que lo llevó a la muerte, más allá de sus 95 años. Y en esa prisión hasta hoy se conservan los carteles que marcan la cantidad de pan o de azúcar diaria para un blanco y para un negro. A esos extremos llegaba el Apartheid.
En 1983 el CNA puso una bomba en el cuartel general de la Fuerza Aérea en Pretoria y mató a 19 personas. Mandela lamentó las muertes pero dijo que era “un objetivo legítimo”.
Dos años después, el gobierno sudafricano intentó chantajearlo y cambiarle la libertad por su renuncia a la lucha armada. Su respuesta fue parte de ese legado de coherencia que nos deja: “Un hombre privado de su libertad no puede negociar ni aceptar tratos. Sería vergonzoso aceptar esta oferta mientras mi pueblo sigue sufriendo tortura, asesinatos y discriminación”.
En esos años (los ’70 y principios de los ’80) el mayor triunfo político de Mandela fue aislar internacionalmente a Sudáfrica. Pero hubo cuatro principales países que siguieron sosteniendo el Apartheid de Sudáfrica: Israel, Brasil, Chile y Argentina. Una verdadera vergüenza que cargamos desde aquellos años de la dictadura cívico-militar.
En esos años también se produjo la Guerra de Angola, que más allá de ser una guerra civil, enfrentó a Cuba junto con el CNA y los independentistas de Namibia contra Sudáfrica y sus aliados del Zaire e Isreael.
Por eso, en el desgaste y final caída de la Sudáfrica del Apartheid, no hay que olvidar dar un crédito al pueblo cubano y a su líder Fidel Castro, gran amigo personal de Mandela.
Ya hacia fines de los ’80, por estas contingencias el régimen racista sudafricano no daba más. En 1990 fue liberado Mandela, luego de 27 años de reclusión. Y ahí si negoció con el presidente blanco Frederik De Klerk encaminar al país hacia una democracia pluriracial. En 1993 compartieron el Premio Nóbel de la Paz y en 1994 fueron elegidos como presidente y vice.
Allí se dio el segundo click en la vida política de Mandela, porque lejos de cualquier reacción de venganza, desde el poder se convirtió en un ingeniero de la reconstrucción en paz. Con muchísima cintura política logró pacificar el país y evitar una guerra civil que podría haber derivado en un genocidio, teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de la población es negra y guarda aún hoy en su memoria todas las ofensas y oprobios de los blancos.
Amnistía Internacional emitió un comunicado con motivo de su muerte diciendo que “Mandela cambió el mundo”, que destaca “su compromiso con los Derechos Humanos” y que “es preciso continuar con su lucha”. Una muestra más de la hipocresía del mundo, ya que Amnistía Internacional nunca se dignó a incluir a Mandela dentro de la lista de presos políticos o presos de conciencia. Es decir que esta ONG lo siguió considerando un terrorista, como Estados Unidos, que lo tuvo en la lista de terroristas internacionales hasta 2008. Si, hasta 2008.
Por todo esto, basta de hipocresías. Mandela no fue un pacifista. Mandela fue uno de los más grandes revolucionarios de la humanidad, que supo en qué momento usar métodos pacíficos y en qué momento agarrar las armas. Pero eso sí, cuando consiguió el poder, no lo usó para vengarse.
Y sobre todo fue un revolucionario social, un hombre de izquierda con una coherencia absoluta. A los políticos que twittean mensajes vacíos habría que preguntarles si comparten las reivindicaciones principales de Mandela que eran más igualdad social. No quiero ni imaginar si en Argentina hubiera un Mandela que propusiera expropiar tierras a los terratenientes para distribuirlas entre los campesinos. No quiero ni imaginar si en Córdoba hubiera un Mandela que denunciara el verdadero Apartheid en que estamos viviendo y que quedó de manifiesto esta semana.
Que la muerte de Mandela nos lleve a conocer la vida de Mandela, sus verdaderas luchas y que ellas nos ayuden a reflexionar sobre nuestra realidad.
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